Gritaba a moco tendido a mis cinco años, en la isla de Margarita, según cuenta la leyenda familiar.
Mis padres se iban a una tanguería por las noches para apacigüar el desasociego de emigrantes errantes y yo, supongo, no querría quedarme sola en el hotel, que era mi casa. Y quizá, también, quería escuchar targo.