Tendría yo unos quince años cuando, en mi primer trabajo de vendedora de libros en la feria de usados de la plaza Pinasco, me enamoré del persa.
Él buscaba un diccionario. Hablaba un castellano sin artículos ni plurales ni conjugaciones de verbos. Había llegado a Rosario, en barco, huyendo de la guerra entre Iraq e Iran. Yo no sabía ni qué era una guerra ni qué era Iraq ni qué era Iran. Sus ojos eran enooooormes. Negros. Eso sí que lo supe al toque.
Un día, o una noche, nos volvimos a cruzar en un bar que hace esquina entre Rioja y Paraguay. O Presidente Roca. Que más da.
Recuerdo que en mi mesa había solo chicas y en la suya lo contrario. Capaz que eramos vírgenes y todo. Una mesa llena de Marías. Mucho humo. Y porrones. Mucho ruido. Cuando me levanté para ir al baño, él aprovechó mi ausencia y averiguó mi nombre.
Ahora que no me queda más opción que remover las cajas encuentro esto, entre otras cosas.
Busco traducción. Y pido sincronicidad, again. Busco al persa! Aunque tuviera dos, yo solo quiero a él.